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SUITE EL TERMÓMETRO
Cinco micropiezas de música fácil sin instrumentar para cualquier tipo de grupo, coro u orquesta.
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Algunos consejos a tener en cuenta en su interpretación:
• Estas micropiezas están a medio terminar: es el intérprete quien debe acabar de componerlas eligiendo entre las muchas variables que se brindan. Por lo tanto, no deben ser interpretadas tal y como están escritas, sino que se deben manipular, arreglar y adaptar a cada circunstancia y a cada grupo.
• Están pensadas para ser interpretadas por la agrupación orquestal heterogénea de una Escuela de Música (mezcla de cuerdas, vientos, guitarras, voces, percusión didáctica … ) La orquestación debe hacerse sobre la marcha.
• Son fáciles de tocar y de cantar, todas ellas se mueven por grados conjuntos y obedeciendo a escalas conocidas. Se aconseja que se canten, se toquen y se aprendan de memoria, todo ello en el orden que el enseñante decida.
• El ciclo de piezas está pensado para ser interpretado íntegro, en el orden señalado y sin solución de continuidad. Ahora bien, si se desea se puede alterar su colocación, interpretar una selección de ellas, o tocar una sola.
• La estructura de cada una de las piezas y la forma de hacer las transiciones entre ellas se decidirá democráticamente: cada una de sus partes (A, B, C … ) se pueden -deben- repetir y ordenar como se desee. Las dinámicas estarán sujetas a estas decisiones.
• La Suite también se presta a incorporar algo de teatro: empezar en camisa remangada, con abanicos y haciendo gestos de sofoco; conforme baja la temperatura los músicos pueden ir protegiéndose contra el frío.
La pieza Calor fue compuesta como ejercicio de clase para el Curso de Música de Cámara «Luigi Boccherini», en agosto de 1993, en Arenas de San Pedro (Avila). El resto de la suite, encargo de César Cabrera, en enero de 1998, entre Castejón (Navarra) y Madrid.
La maestra, el increíble caso de Elisa Roche
El increíble caso de Elisa Roche, la Maestra
Se mire por donde se mire Elisa Roche (a partir de ahora “la Maestra”) ha roto todos los moldes establecidos en la educación musical de nuestro país. Quienes hemos estado durante años cerca de ella hemos comprobado que el suyo es un caso asombroso, entre otras cosas por la abnegación y perseverancia que tuvo en un trabajo multidireccional dirigido a mejorar (normalizar) la música de nuestro país. Sus alumnos nunca la hemos considerado profesora, porque el término se le queda enano; desde el principio sabíamos que ella se encontraba en el olimpo de los maestros, ese estadio máximo de la educación que jamás coloca hormas para obtener hijos clónicos, sino que investiga las posibilidades de cada cual para potenciarlas.
Para la Maestra no valían las expresiones, tan extendidas, de “no sé si podré”, “no me atrevo”… Cuando estaba convencida de que un aspecto de la educación musical era mejorable se zambullía en él (estudio, profundización, planificación…) hasta encontrar la solución adecuada. Proyectaba su sabía mirada desde diferentes puntos: el minarete le permitía observar los proyectos con perspectiva histórica y extensión planetaria; la lupa le ayudaba a atacarlos desde la base, al detalle. Con un arrojo, con una ausencia total de miedo, que atribuimos a los héroes, la Maestra se enfrentaba a los problemas con el estilete de su mirada, su privilegiado don de análisis, y un atinado ojo clínico.
En la última etapa de su vida (después del injusto cese como Asesora del Ministerio de Educación), su casa se transformó en una asesoría secreta, donde un trasiego continuo de gentes (algunos con gafas oscuras y cuellos levantados para no ser descubiertos) suspiraban porque la Maestra iluminara las sendas que no conocían o no se atrevían a seguir (varias Comunidades han puesto a punto sus sistemas de enseñanza musical gracias a sus consejos en la sombra). ¿Todos somos prescindibles?, no es cierto: el mayor problema social que se ha suscitado ante su desaparición es que nadie es capaz en estos momentos (desaparecida también Almudena Cano) de continuar con su trabajo, pues no es fácil poseer la visión global de la educación musical ni la clarividencia del futuro como tuvo ella.
Ahora se están viendo los cambios que propició la Maestra durante sus años de trabajo. Si una caterva de cuervos envidiosos no le hubiera puesto zancadilla tras zancadilla, si se hubieran podido poner en marcha sus últimos planes, si en la cúpula de las decisiones hubieran confiado en su tino, España ahora sería Finlandia. Gracias a la Maestra. Estoy convencido de que su legado postrero será plenamente entendido en unas cuantas décadas. Eso es normal, eso pasa siempre con los maestros.
© Fernando Palacios, 2009
Castejón: Álbum de fotos
Castejón: Álbum de fotos
Ayuntamiento de Castejón (Navarra). 2000
Ángel Larrea. Fernando Palacios. Javier Velaza
UN ÁLBUM DE FOTOS
Un álbum de fotos es una colección de miradas y poses, una reunión de minúsculas ventanas cuyas figuras, unidas por múltiples vínculos, representan una forma de convivencia. Los álbumes de fotografías antiguas y viejas se nos presentan como paradójicos juegos de espejos y tiempos: lugares, personas y objetos vestidos de otras épocas que, desde su pasado de papel, espían implacables nuestro presente, que será nuevamente observado en un sucesivo libro de fotografías que, a su vez, será el pasado de futuros presentes. Además, en los álbumes heterogéneos, como éste, dicho juego supera el estatus de paradoja para alcanzar la suprema categoría de contradicción: ¿arte o documento?, ¿historia o memoria?, ¿instante o eternidad?, ¿momento único o persistencia?, ¿pasado o presente?, ¿naturaleza muerta o viva?, ¿realidad o tergiversación?…
Pero la fotografía no sólo es un ojo quieto, un documento, un excitante medio de comunicación, sino que también emociona y mueve a reflexión. Las colecciones de fotografías ponen a prueba nuestra sensibilidad y capacidad de penetración en las miradas, paisajes y naturalezas muertas. En ellas podemos vivir las emociones de los protagonistas, pasear nuevamente por calles que el tiempo ya ha cambiado -como tantas letras de tango- y recrear los sabores y olores de antaño. Las fotos captan la acción de la vida y, con su tenue halo de emoción, internan nuestros sentidos en la conciencia, nos introducen en un túnel del tiempo de ida y vuelta, son puntos de intercambio de tiempos y espacios. La lectura de una colección de fotos nos aproxima a la historia del mundo, es el mundo visto con lupa.
La fotografía también es oficio, técnica y mecanismo. Aquí tenemos, barajados al azar, el escrupuloso ojo del profesional junto a la mirada anónima del aficionado -engullida por la propia cámara-, y la instantánea pensada y preparada junto al “click” inesperado. Los fotógrafos de este libro -muchos de ellos anónimos- observan y dan testimonio de ese universo austero, amable y, a veces, brutal, que es la vida de un pueblo. Aprovechan momentos y ambientes que les sean posteriormente rentables, intentan captar lo esencial, el instante. En ocasiones les mueve la denuncia; otras mienten con su cámara y, la mayoría de las veces, aprietan el disparador con el único objetivo de agradar a su cliente. Y, sin ellos pretenderlo, la foto acaba conteniendo más información de la que pensaron. Quién capta a quién, ¿el fotógrafo a las imágenes, o las imágenes al fotógrafo? Pregunta sin respuesta.
LAS IMÁGENES DE UNA PEQUEÑA HISTORIA
Desde el punto de vista fotográfico, Castejón tiene la misma antigüedad que la de otros pueblos y ciudades con más “solera”: más de un siglo. Esto es algo que hemos comprobado a medida que se ha ido investigando su curioso historial de imágenes y se ha acrecentado la documentación aportada por las familias del pueblo.
Para reunir esta colección se han abierto cofres, exhumado álbumes, desempolvado cajas de “colacao”… El afán que ha movido a los conciudadanos de Castejón a colaborar en este libro y en las exposiciones previas ha sido el de revivir -segunda gran paradoja de la fotografía- pasados más o menos lejanos. Aunque la colaboración ha sido ejemplar -aquí hay una selección de unos pocos cientos de un total de unos cuantos miles-, produce una cierta melancolía pensar en las fotos olvidadas que se han quedado sin ver la luz y ya no pueden figurar aquí. Y estremecen más todavía las noticias que nos llegan de baúles repletos de objetos, recuerdos y fotos antiguas que, no hace mucho tiempo, han ardido en esa pira de renovación continua y adoración al presente en que vivimos. En esas quemas se han esfumado fotos únicas que ya nadie tiene: la de los cientos de carros que venían a facturar la remolacha, cuya fila llegaba hasta el Canal; el torreón que alimentó con sus ladrillos la actual Plaza de Abastos; el ambiente del Barrio Verde, los viajes del Pontón, las apariciones del helicóptero de Pío Tejada; los haigas de los toreros que se hospedaban en el Colavidas antes de ir a las corridas de Alfaro; la bajada de los Reyes Magos en el tren procedente de Oriente con destino Castejón… Fotos singulares que complementarían las aquí expuestas y que ya sólo podemos imaginar.
Al final, el producto de tantos desvelos se materializa en este retrato de la vida de un pueblo a través de un siglo que concluye. En él desfilan gentes que ríen, posan, trabajan, rezan, cantan y beben. Hay primeros planos, retratos, fotos de familias, de amigos, grupos de trabajadores… La frontalidad y el estatismo chocan con la gran expresividad de ciertas caras y la naturalidad y dignidad de sus actitudes. Se observa a simple vista que predominan las fotos donde la gente posa, lo cual convierte el álbum en un canto reivindicativo del ¡sonría, por favor!. Aún así, nos encontramos con algunas excepciones: momentos de acción (frente a vacas, pelotas y balones), desfiles y actuaciones (donde el rito conlleva su parte de pose) y, naturalmente, los paisajes, siempre dispuestos a ser fotografiados. No hay documentos donde destaque el sufrimiento, porque en los pueblos el sufrimiento no se suele fotografiar.
Es curioso observar antiguos documentos de fotógrafos de máxima categoría (como es el caso de Laurent), con el encuadre y la luz medidos de forma meticulosa, al lado de otras milagrosas instantáneas tomadas por improvisados paseantes al heróico grito de: ¿dónde se preta? Tampoco menudean los paparazzi por sus calles: los únicos fotógrafos profesionales que constan aquí son aquellos que se ganan la vida reflejando con sus cámaras los momentos que todos quieren guardar para recordar el día de mañana. Este es, por tanto, un álbum de fotógrafos anónimos, de imágenes de un pueblo a lo largo de más de un siglo que perviven en el tiempo.
UN PUEBLO DE MUCHOS HUMOS
Érase un pueblo a una estación pegado, un lugar donde el cierzo cogía carrerilla y el Ebro alcanzaba su punto más peligroso, por ser la zona donde confluye el caudaloso Aragón. Un pueblo raro, finolis, de “muchos humos” y sin historia, para unos; distinto, cosmopolita, abierto y sin caciques, para otros. Siempre ha habido opiniones para todos los gustos, desde los que decían: !Ah, sí!, ese lugar de malos humos, donde para tanto el tren y no se ve a nadie…, hasta los que defendían su antiguo lema: Castejón, París, Londres. En fin, parece evidente que es un pueblo que nunca ha dejado a nadie indiferente. En cualquier caso, las diferencias entre los pueblos se han ido acortando en los últimos tiempos: hoy día ya a nadie asombra el trajín de vías y trenes, ese “nuevo mundo” que dejaba con la boca abierta a quienes, por los años treinta, llegaban desde los alrededores a tomar los expresos.
Exceptuando cinco o seis magníficas construcciones (la Harinera, los Toldos, la Estación, el Torreón y los puentes, ya que la casa de los Condes y la Casa Grande han sucumbido a la indiferencia), se puede afirmar -sin llegar a la ofensa- que este pueblo no puede presumir demasiado de belleza arquitectónica, ni de joyas espectaculares del arte. Nos han hablado de unos jóvenes madrileños que, perdidos en su cuadrícula, pedían auxilio por teléfono en estos términos: Estamos en una especie de poblado del Oeste, donde el viento juega con las cañas y arrastra brozas por las calles… ¿es esto Castejón?.
Ahora bien, al ser un punto de encuentro, un cruce de caminos, ha aglutinado a familias aterrizadas desde todos los puntos de la geografía española, a trabajadores del ferrocarril y de la construcción que arriban para un trabajo esporádico y después se quedan, a personajes independientes e insólitos que buscan facilidad de movimientos, libertad y cosmopolitismo. El revoltijo de toda esta coctelera, el cruce de culturas, es lo que le da desde sus inicios a este pueblo un punto especial de independencia y puertas abiertas… y en eso tiene un lejano parentesco con los puertos de mar, con los asentamientos improvisados de los adelantados. Por eso no ha de extrañarnos la cantidad de personajes increíbles que por aquí han pasado, ni la muy curiosa colección de iniciativas empresariales a reducida escala y pequeños negocios -más bien poco habituales- que se han montado y desmontado a lo largo de los años: juguetes de madera, muñecos de peluche, tijeras, lejías, refrescos, barquillos, hielo, helados, perdigones, harina, creosotados, toldos, tejería, alpargatas, alabastros… Todo un variado microcosmos, un mundo variopinto y autosuficiente en miniatura.
CONCURRENCIA DE FAMILIAS Y PERSONAJES
De las primeras familias que recalaron en Castejón no hay muchos documentos gráficos. Ahora bien, los pocos que hay son muy buenos. En el primero de ellos aparecen tres familias reunidas en un solo disparo (González, Romanos y Belloso) (*): sobriedad, caras serias -todavía no se llevaba sonreír en la foto-, el mejor traje y vestido del armario, predominio del negro y el blanco, boinas de distinta procedencia, garbosa y aérea formación de arco, escuetos ladrillos de fondo… imagen perfecta de los azarosos años veinte y de la inestabilidad del lugar al que han llegado. El segundo, la familia Mesa casi al completo (*) -todavía llegarían más tarde unos gemelos- en precisa formación de escalera y alineados con el castrense “mano al hombro”.
Los retratos que siguen son un escaparate de miradas: el temor de los niños ante esa caja con patas en la que mete la cabeza un señor contrasta con la seguridad de ese abuelo con aspecto de lobo de mar (*); los del alguacil y sus amigos, que intentan contener la alegría de un momento irrepetible (*); los diez ojos de esos niños, tan requetelimpios, que miran más a las indicaciones de sus padres que a las del fotógrafo (*); de los tres retratos de cuerpo entero, la autosuficiencia del soldado, la interrogativa de la joven y la nobleza de los que se entreven en la caseta del guardia (*); y la serenidad y sinceridad que se aprecia en las miradas de las familias que posan tranquilas sobre el pretencioso fondo del estudio fotográfico (*).
A lo largo de su siglo de historia, Castejón puede presumir de haber sido centro, no sólo de trabajadores del ferrocarril, llegados desde todos los puntos de España -algunos jefes de estación de cultura extraordinaria-, y de perseverantes currantes del campo y del sector servicios, sino también de haber acogido con naturalidad a cualquier viajero que se detuviera a echar una ojeada. Todos son bienvenidos, igual da origen que beneficio; Castejón cobija tanto a crupieres y vagabundos como a guardia civiles, a estafadores e inventores como a curas y monjas, a maletillas y prostitutas como a artistas… En este micromundo que comentamos tampoco podían faltar quienes, con el desparpajo que les da el haber pasado por lugares parecidos a este, parasitan en la cartera del común trabajador y viven a su costa. En la memoria de nuestros mayores -ya que no llegaron a ser recogidas por el magnetoscopio de una cámara- están grabadas escenas que parecen salidas de alguna película del neorrealismo italiano: la llegada, a primeros de mes, con una lentitud cercana al caracol, del tren Mixto con el dinero para pagar a los trabajadores del ferrocarril y con un vagón muy especial, enganchado al final, de alegres chicas; las timbas en los cafés del otro lado de las vías, con jugadores de cartas profesionales que llegaban y se iban de forma fantasmal en los humeantes expresos nocturnos, dejando una envidiada estela de gansters americanos; o la tumultuosa acumulación de viajeros en el Restaurante de la Estación a las horas punta de la noche, solicitando sus famosas tortillas francesas.
Al igual que el madrileño, el castejonero no necesita haber nacido en el pueblo para sentirse de él. Posiblemente ninguna de las personas inolvidables de las que hablaremos nació en Castejón y, sin embargo, no podemos imaginar que haya alguien que se identifique más con este pueblo que ellas. Es gente autónoma, con personalidad acusada y, sobre todo, con mucha chispa. De entre unos y otros destacan todos aquellos “figuras” que han dado identidad al lugar, gentes irrepetibles que han convertido la vida de un pueblo en un planeta autosuficiente donde, cual si fuera un espejismo, todo parece estar en su sitio, nada se echa en falta. Extralimitándonos un poco podríamos pensar que el colectivo de un pueblo de estas curiosas características tiende a sentir una misteriosa pena por el resto de los mortales que no tiene el privilegio de vivir allí.
De la época del cambalache -otra vez sale a relucir el tango-, es decir, alrededor de la guerra civil, merece la pena recordar a varios personajes. Como El Timota, que pregonaba por las esquinas noticias de esta catadura: en casa el Marri ha parido la hija un ternero y la vaca ha dao a luz un chiquillo; o El Calonge, medio barbero, medio químico que, con ceniza blanca de la leña, hacía un potingue para combatir el piojuelo de las gallinas, la sarna, el estreñimiento y otras muchas enfermedades; el Tío Lisio (¿Civiltávecchia?) que, con aspecto de Quijote sobre su caballería, se llegó a beber una botella de coñac de un trago; el Tío Melitón, practicante sin titulación, que curaba todo con la crema del mismo bote; el Americano, con su bar (*), sus bigotes, su jardín, su residencia y “muchas otras cosas más”.
De la siguiente hornada no pueden faltar: José, el Ciego, que se tropezaba por todas las esquinas con su aspecto de profeta de otros tiempos; el Risriás, desfilando por la carretera y anunciando el menú del día; la Ramona, gitana anciana que, acompañada de su nietecilla y de un pertinaz reduma, vivía en una chabola pegada al campo de fútbol, a la que acudían los Reyes Magos con lágrimas en los ojos a entregarle unos regalos. Dejamos en una apartado especial a los dos más venerados por toda la población: el Benitín (*), una fuerza de la naturaleza, una revelación cósmica, la viva imagen de la eternidad, un polifacético e inteligente personaje (zapatero, chamarilero, negociante, filósofo, pesador de la báscula, viajero en bicicleta) del que se podrían -y deberían- escribir varios libros; y el incomparable Posible (*), gran maestro callejero de baile, inventor de todo un estilo de vida, adelantado en la práctica del hedonismo contemporáneo, concienzudo bebedor de vino y catedrático en las artes del buen comportamiento para varias generaciones.
Y en este cuento de nunca acabar, debemos destacar en los últimos tiempos a El Amalio (*), el ciego con más habilidad para jugar al mus que se ha llegado a conocer por estas tierras; El Botas, cuya barbería derrochaba un ambiente que haría palidecer a la de El Barberillo de Lavapiés; Los Manchegos, perpetuos buscadores del motor autopropulsado; El Sebastián, que pagaba durante las fiestas con bonos especiales, que no eran sino recortes de su sombrero; El Limpia, al que hemos visto lustrar zapatos a escupitajo limpio; y tantos otros: El Narciso y su eterna sonrisa, El Catolo y su barca, El Casiano y sus inventos, El Alegría… Un cosmos construido a base de escenas de películas como El maquinista de la general, La leyenda de la ciudad sin nombre o La última película.
SOMOS LO QUE COMEMOS (Y BEBEMOS)
Según cuentan, fueron famosos en Castejón sus carnavales de antes de la guerra. Lugares donde hacer la fiesta, desde luego, no faltaban: la “Sociedad Instructivo-Recreativa La Palmira”, un ejemplo inaudito de iniciativa comunitaria en el año 16 (les recomiendo que lean el estudio de Enrique Morancho en el programa de fiestas del año 96), cuyos carnavales eran sonados -cuentan que la apoteosis se vivió una noche en que invitaron al baile a una novilla disfrazada-; el Teatro del Cans, donde trabajaba toda la familia que le daba nombre, antes de que se transformara en “Rosales” y se dedicara a poner en práctica la letra de otro tango: A media luz; y el Teatro Arturo Serrano, del que todavía se conservan las ruinas del incendio producido allá por el año 48 (algunos aseguran que la catástrofe sobrevino a causa de la proyección de la infame película La Lola se va a Los Puertos). De aquellos carnavales se mantienen en perfecto estado de salud algunas fotos multitudinarias con un sinfín de cabecillas, ideal para jugar a ¿Dónde está Wally? (*).
Castejón, pueblo de gran tradición republicana y sin ermita para hacer romerías, marca el 1 de mayo con el señuelo de Día de las Merendolas (*): calderillos de conejo (con posibilidad de ser sustituido por madrillas y cangrejos si se daba bien la pesca de la mañana), chuletillas al sarmiento, ensaladas del huerto y brazos de gitano (con perdón), rematados por un café de puchero, ampliado la mayoría de las veces a completo (cortado, copa de cadenas y farias al morro). ¡Qué buen día para hacerse una foto!
En este caso sí que un par de imágenes valen más que cualquier comentario: los dos grupos de chicas que posan con gran espontaneidad mejor que las profesionales-, exultantes de diversión (*), en la hierba del Soto y en la Casa de los Condes, son perfectos ejemplos de fotografías bien hechas, perfectamente encuadradas, con una luz inmejorable de la tarde y un movimiento ondulado general que les confiere una fuerte carga poética y no menos sentimental. La textura de los vestidos, la dirección de las caras, la tensión y disposición de los brazos y la naturaleza que las envuelve en perfecta armonía son detalles que las convierten en pequeñas obras maestras de la fotografía sin pretensiones.
Ya que estamos con la pitanza, y antes de llegar al punto culminante de las Fiestas, demos un breve recorrido por otros dulces momentos: el carrico del helado (*), aparcado en la esquina de siempre -la del Madriles-, al que han acudido dos niños al reclamo del pregón: hay helao, hay polo rico polo; y el carrillo de chucherías de la risueña Señora Vicenta (*), en la esquina de al lado -la del Estanco-, rodeado de auténticos expertos en sidrales, pan de higos, chufas, pipas con sal, gominolas y otras delicias por el estilo -interesante ver en un extremo, rebuscando calderilla, a La Estañadora, mientras en el otro unos jóvenes platican vestidos de riguroso traje de los domingos.
A lo largo del año hay ciertas fechas que rompen la monotonía diaria del pueblo y desatan su euforia. Tres fotos nos muestran otras tantas celebraciones al aire libre: el día de San Cristóbal -patrón de los conductores-, con su procesión de camionetas y coches engalanados (*); la “javierada”, gran romería deportiva iniciático-religiosa al castillo de Javier (*); y una jornada de caza de tordos en el Soto, bajo la custodia de la guardia civil (*).
Dejamos la calle y nos metemos en los bares. Allí es donde se vive gran parte de la movida del pueblo. En su condición de lugares en los que concurre de manera continuada la gente, se convierten en los sitios ideales para hacer una evaluación del pensamiento y la vida de un pueblo. Son los recintos elegidos para pasarse con la bebida, y arrepentirse horas después. De este arrepentimiento viene aquella petición quejumbrosa en el Bar Arellano en la mañana de la resaca: Miguel, estoy jodido; ocho vasos de agua con sidral para seguir viviendo. De la multitud de fotos de bares hemos espigado estas tres: la batería de pinchos, gabardinas y vermuts del Galdámez (*); la barra de la taberna El Burrero, donde una de botella de vino a granel es escoltada por unos cuantos parroquianos(*); y el movimiento y la alegría recogidos en una extraordinaria e irrepetible foto del bar del Frontón (*).
FIESTAS
Llegamos a las fiestas. En términos generales, las Fiestas Patronales de Castejón no tienen ninguna característica especial que las diferencie de las de otros pueblos de alrededor, si no es la fortuita de ser las primeras del verano, por lo que se toman con singular entusiasmo. Con algunas variantes, las actividades fundamentales de las fiestas permanecen inalterables a lo largo de los tiempos, a saber: diana -¡maldita diana!-, Salve y procesión (*), plaza y encierros -siempre mucho encierro-(*), alegría de las peñas, zurracapote, caballitos, vacas -siempre mucha vaca-vaca-, disfraces (*), charanga, charlotada (*), meriendas (*), cenas, recenas, carrera ciclista ya no- (*), vermut con orquesta, café con orquesta, baile por la tarde, animadora (*), baile por la noche, fuegos, toro de fuego, bares -siempre muchos bares-…
Y, entre medias, mientras paseamos por la carretera, o salimos de un bar, un señor que nos aborda, armado con una cámara vieja y un flash pegado con esparadrapo que, fingiendo una sonrisa, nos dice aquello de… ¿Qué, una foto…? Pues bien, gracias a esos profesionales que nos hacían posar casi siempre a la fuerza, nos pedían una sonrisa, nos cobraban por adelantado y nos mandaban la foto por correo, existen libros como éste, gracias a ellos podemos asistir ahora a este muestrario en blanco y negro, que, por cierto, es una mínima parte del inacabable y monótono repertorio fotográfico festivo que hemos barajado (hay que tener en cuenta que la mitad de las fotos de ciclo anual de un pueblo son de fiestas, que es cuando hay fotógrafo seguro por la calle). Abundan las fotografías de peñas, con sus camisolas y pancartas, en actitudes de manifiesta alegría: La Peña Taurina, El Bureo, La Bota, Los Nocturnos (*), La Farra (*), Dena Ona y La Única (*), El Disloque, El Rumbo (*), La Palanca (*), Las Cometas, La Chispa (*), etc., etc. No faltan tampoco instantáneas de encierros (*), de vacas en inferioridad de condiciones (*), de calderillos rodeados de expertos catadores (*), de grupos posando ante un telón naïf donde hay pintado un palacio oriental (*) -¡qué cuellos de camisa!, ¡qué blancura de alpargatas!- Pero, sobre todo, de las que más hay es de grupos de amigos que aprovechan el desenfreno generalizado de la fiesta para llamar al fotógrafo ambulante y hacerse una foto desinhibida, con algo de atrezzo (sombrero, pañuelo, bota, trompetilla, piruleta, manzana de caramelo…) y sonrisa panorámica (*).
De entre el esquema inalterable de fiestas, destacamos una experiencia puntual y estelar que aconteció en el año 58: fue la demostración coreográfica que hizo la Peña La Farra (*) en aquella improvisada plaza cuadrada de maderos, carros, toldos y burladeros pintados por las cuadrillas, cuyo ambiente no se ha superado jamás (*).
BANDAS, COROS, GUITARRAS
En Castejón la música ha tenido una vida azarosa y muy desigual. Las cotas más altas de reconocimiento popular las alcanzó entre los años ¿66 y 75? la heroica Coral Virgen del Amparo -¿se han fijado que en este pueblo lo que no es de la Virgen del Amparo es de San Francisco Javier?-, una modesta agrupación iniciada por el cura Don Félix (*) y continuada por José Manuel (*) -vástago de los Jiménez, única familia de músicos del pueblo y componentes de la Orquesta de Baile del Frontón- que se merendó repetidas veces el Festival de Habaneras de Torrevieja con su estilo fresco y joven y con un repertorio al que podríamos denominar “polifónico-pop”. Antes de la aparición de este “boom”, habíamos visto languidecer varias agrupaciones corales; una antigua Banda Municipal de Música que, por el año 35, agrupaba a niños de diez a dieciséis años bajo la dirección de D. Quintín Caballero; otra posterior de gran tamaño; y algunos grupos de música callejera. Más tarde vieron la luz más experiencias que no han tenido continuidad, como el grupo de pop Los Gambux (*), la rondalla de chavales organizada por Don Ángel, el cura, -de la que no tenemos ningún documento fotográfico- y el Grupo de Jotas ¿¿¿??? (*), bajo la dirección de Maribel ¿¿¿??? -también de familia de grandes joteros: tanto ella como su primo José Luis han alcanzado varios importantes premios en la especialidad.
La figura musical más destacada que ha pasado por Castejón durante estos años ha sido, seguramente, Victor Alfaro, un ¿factor de Renfe? enamorado del pueblo, con conocimientos e inquietudes musicales, autor de algún que otro pasodoble taurino -su pasodoble Fermín Murillo se sigue escuchando en la Semana Grande de Bilbao-, fundador de orquestinas deliciosas (*) -atención a la instantánea extraordinaria que recoge la Agrupación Musical de Castejón, liderada por el Sr. Alfaro, que empuña como un auténtico profesional el violín, rodeado por los hermanos Jorge y el “Tío Patillas” a los vientos, un guapo guitarrista y dos infatigables escanciadores de licor- e incansable animador musical: de sus desvelos nació el grupo Guitarras Castejón (*), que dejó una estela de afición a la guitarra y algún que otro profesional.
© Fernando Palacios
Madrid, otoño del 99
Origen
ORIGEN
Prólogo para el libro de poemas “Origen”, de Ulyses Villanueva
Fernando Palacios
La cita de María Zambrano que encabeza este poemario (“Escribir es defender la soledad en que se está”) es toda una declaración de principios. En ellos, la pluma de Ulyses Villanueva se reafirma con ahínco y espíritu de farero, con un inalienable derecho a huir del ruido para encontrar un espacio de silencio, un lugar de retiro, donde, sin descentrar su mirada ni renunciar a la ciudad, poder reflexionar, condensar y escribir. Los personajes que describe Villanueva parecen salidos de los cuadros de Vermeer, Friedrich, Hammershoi o Hopper: siempre están solos, enfrentados a sí mismos, al amparo de puertas y ventanas, en estancias silenciosas…
No hay alegrías ni atisbos de felicidad, sino surcos de pasado que se abren paso en pensamientos mudos, emergidos a contraluz por las indagaciones del poeta. Hay poemas cargados de misterio, frente a otros de denuncia que toman la forma de guión embrionario. En los recorridos que nos marca el libro, somos invitados a visitar acantilados y abismos, a sumirnos en huecos y vacíos, a adentrarnos en raíces y oscuridades; es allá, en la ausencia y las profundidades, donde Ulyses encuentra su lugar; de allí salen sus ancianos, marineros, árboles y demás criaturas, que son invitados por el poeta a mostrarnos unos mundos en los que, como en toda la poesía de verdad, nos reflejamos.
Leo este libro mientras escucho a lo lejos, casi de forma inconsciente, las últimas piezas de Brahms que mi mujer –pura coincidencia– interpreta al piano. Quizás por las ansias de compartir mundos de estos versos, se acomodan e integran sus ritmos a las melodías lejanas del piano con la perfección de un trilero, precisamente con esa música testimonial que tantas dificultades muestra para encontrar otra compañía que no sea la pura soledad. Será por eso, por su persistencia en hablar de silencios y soledades, que los poemas nos remiten a la más misteriosa expresión de la comunicación sonora.
En esa mirada de Ulyses (por cierto, qué suerte llevar ese nombre) que antes comentaba no es posible encontrar sofisticación, ni engaño. En sus poemas tampoco.
© Fernando Palacios
Madrid, 15 de enero de 2012
Naturalidad conquistada
NATURALIDAD CONQUISTADA
Texto del CD “Looking Back over The Baroque”, de Andreas Prittwitz
Irina Records. 2010
Fernando Palacios
Todos hemos coincidido: sorpresa y facilidad. La primera vez que escuchamos al grupo Loocking Back en su propuesta sobre el Renacimiento se produjo en los seguidores de Andreas un efecto paradójico. Por una parte, el resultado nos dibujaba una sonrisa de admiración: volvíamos a escuchar aquellas piezas antiguas, tan famosas, pero vestidas con nuevos trajes y con improvisaciones que les caían como hechas a medida. Por otra, no cabía esperar otro resultado, pues, a través de los años, Andreas nos ha ido acostumbrado a todos los asombros: le hemos visto tocar con el mismo desenfreno Renacimiento, Barroco, Jazz, Pop, Rock, Folclore… y siempre combinando el carácter adecuado de cada época con el inconfundible “estilo prittwitz”. Lo tenemos claro: a Andreas le fluye la música con espontaneidad, sin artificios ni distinción de géneros, por eso ya nada en él nos sorprende, todo parece fácil.
Del puzzle de sus múltiples pasados y presentes artísticos sólo le quedaba dejarse llevar por su intuición y técnica, aplicar una parte del misterioso poderío musical que le adorna, quitarse unas capas de prejuicios y, al fin, conquistar una nueva parcela: fusionarse consigo mismo. Así fue, los instrumentos antiguos encajaron de forma coherente con los modernos –parece que lo estaban esperando, de hecho no resultaba fácil adivinar dónde empezaba la vihuela y terminaba la guitarra, en qué momento sonaba el manuscrito y cuándo la recreación del mismo–, las improvisaciones surgían sin afectación, los diálogos entre instrumentos de ayer y de hoy corrían con desparpajo, lo antiguo dejaba de serlo para transformarse en actual –la profesora Christina Pluhar, líder del grupo L’Arpeggiata, asegura que la música llamada “clásica”, con su repertorio inmutable, ha pasado a ser la antigua, y la “música antigua” la contemporánea– Lo difícil era conseguir que aquel prototipo no fuera engendro o vulgaridad del océano de fusiones de moda, la gracia estaba en que la amalgama de todas las partículas no fuera histriónica y que al “frankenstein” no se le notaran las costuras. En definitiva, no que pareciera natural, sino que lo fuera. Diana.
“¿Cómo no lo has hecho antes?”, le dijimos a coro. “Siempre lo he hecho”, nos contestó. Cierto, en ese frenesí que le persigue –prácticamente no deja nunca de tocar, para el tormento de quienes conviven con él–, desde que tiene uso de razón musical (es decir, desde la cuna) insinúa improvisaciones sobre el primer tema que se le pasa por la cabeza. Y esto lo hace mientras prueba sonido en el escenario, calienta el instrumento en el camerino o desayuna con la flauta, improvisaciones que pueden pasar a ser citadas en cualquier solo. Esto lo ha hecho toda la vida. Pero todavía no había dado el salto mortal a Loocking Back, y hace tres años se produjo el alumbramiento.
Si con Looking Back over The Renaissance (el disco de las tres gallinas) el grupo consiguió seducirnos por su sencillez y verdad, en éste sobre Barroco (las tres ranas) Andreas y sus chicos conquistan lo más difícil: la naturalidad. Los lamentos de Dido y del Stabat Mater nos entristecen tanto en las elegantes improvisaciones del clarinete y los saxos, como con las voces de Janet Baker o Emma Kirkby; después de escuchar este disco, Vivaldi y Bach firmarían encantados nuevos conciertos para los saxos y clarinetes de Andreas; Gaspar Sanz diría “¡claro!”, pues sabemos que sus piezas escritas no son sino fruto de sus improvisaciones sobre danzas populares, es decir, lo que hacía todo el mundo.
Nada importa la opinión que suscite este disco entre algunos cancerberos de la musicología teórica y estricta (esa policía de tiro corto y mirada aviesa que, afortunadamente, comienza a replegarse en retirada), porque la naturalidad, aquella quimera que persiguen los artistas y que los genios del Barroco conquistaron, vuelve a estar presente en este grupo. Con sus improvisaciones, Andreas, Antonio, Laura y Sergio alumbran rincones insospechados de las célebres piezas seleccionadas, y devuelven buena parte de la vida perdida a esas partituras antiguas que nacieron bajo el conflicto creativo de la improvisación.
Estoy convencido de que las tres ranas de la portada miraban por la ventana del estudio de Corelli, apuntaban melodías a las partituras de Bach, rondaban por la mesa de Purcell… son las mismas. Ellas saben que lo que escuchamos en esta grabación, y, más aún, en los impecables directos del grupo, es verdadero, y que las distancias entre cromornos y saxofones, entre violas de gamba y guitarras son inexistentes. Sabemos bien que la única posibilidad de que se hagan presentes los sonidos del pasado es que se manifiesten a través de los de hoy, y en este registro han sido concitados por la naturalidad conquistada del grupo Looking Back. Por lo visto, Nietzsche, ilustre paisano de Andreas, se lo debió de decir al oído, aunque él no se acuerda: “La sencillez y la naturalidad son el supremo y último fin de la cultura”.
© Fernando Palacios 2010
Vida de papel
VIDA DE PAPEL
Texto para la exposición “El papel Vs- escultura”, de Fausto Díaz Llorente & Raúl tejada Palacios
Museo de Castejón (Navarra). 2008
Fernando Palacios
Habitamos un mundo lleno de basura. Ya no sabemos dónde esconderla. No sólo estamos viviendo sobre ella, sino que, además, nos la tropezamos por todos lados: en el cubo de la cocina, en los contenedores, en la televisión, en la radio, en las revistas, en las conversaciones, en los mítines… hay tanta que se nos cuela por las rendijas de nuestra casa y, lo que es peor, se instala en los recovecos de nuestra mente. ¿Qué hacer? Desde luego es recomendable no engullirla, pues los atracones de esa carroña van minando la vida y la inteligencia; pero sí podemos reciclarla, aprovecharla y, a través del arte, disfrutarla. El arte no sólo puede, sino que debe explorar la basura. Recuerdo el tremendo impacto que me causó hace ya unos años aquella inmensa escultura, con forma de árbol de varios pisos de altura, realizada con restos de electrodomésticos rescatados de un basurero; o el amontonamiento de ropa vieja al que Pistoletto daba forma de túmulo; o esas enormes colinas que se formaron con restos y desperdicios -de cerámica en la Grecia y Roma antiguas, de escorias en Ponferrada- y que ahora son bellos jardines para pasear. Pasar de padecer la basura a disfrutarla es un camino que debemos recorrer, si no estamos perdidos. El arte debe desarrollar funciones de denuncia, de escaparate, de noticiero, encargase de mostrarnos las otras vidas que esconden los objetos, otorgarles (¿devolverles?) una utilidad estética, jamás soñada por ellos, con guiños de complicidad, que pueden llegar a ser muy divertidos.
El equipo de trabajo formado por Raúl y Fausto ya ha empezado su travesía por estos vericuetos, marcados por las vanguardias, utilizando para este fin una de las materias permanentes e indispensables de nuestro mundo actual: el papel.
Reconozco que no soy ningún experto en técnicas de papel. Pero, ya que estoy escribiendo para una exposición tan particular, donde el papel es el protagonista, y no un simple soporte, sí puedo añadir como atenuante que me encuentro entre sus degustadores más entusiastas. Me fascinan los cuadernos de papel oriental hecho a base de arroz, con irisaciones sedosas que recuerdan ciertas texturas del manierismo italiano; los pliegos de papel florentino con aguas de colores vivos y formas extravagantes que nada envidian a las abstracciones de Kandinsky; las hojitas delicadas y tersas del papel japonés de origami, destinado a convertirse en garzas que mueven las alas; las pequeñas libretas de papel de café, de plátano o de papiro con aromas exóticos… Y ya no hablemos de la admiración que me producen esas tiendas de papel artesano con sus escaparates de objetos primorosos -como la que se encuentra bajo el arco de la plaza antigua de Cuenca, cuyos álbumes de papel cálido, grueso y desigual calman las aspiraciones estéticas más tenaces-. Pero ahí no queda la cosa, también disfruto lo mío con la percepción de ese halo de poesía nostálgica que encierra el papel en nuestra memoria: ¿recordáis aquel papel de estraza con el que envolvían las sardinas arenques, y que servía a su vez para quitarles las escamas bajo la presión de un buen pisotón?, ¿y los barcos de papel cuadriculado que hacíamos navegar los días de chaparrón por las acequias del pueblo, sometiéndolos a la difícil tarea de sortear los obstáculos que había en los puentecillos de la carretera?, ¿y las papelinas de colores que comprábamos en la papelería Maybe para confeccionar disfraces cutres de un carnaval que no existía?, ¿y los periódicos grasientos que envolvían bocadillos de bonito a granel?, ¿y las hojas inusitadamente finas y misteriosas del “Misalito Regina”?… Sí, mi fascinación por él y sus circunstancias ha llegado a tal punto que ya no sé dónde guardar tanto papel en mi casa. Siempre el papel. Nuestra vida tiene una biografía de papel.
Este cariño al papel en todas sus modalidades potencia mi agradecimiento al amigo Fausto y al primo Raúl, por haberme hecho feliz con el encargo de escribir estas líneas sobre el proyecto que centra la presente exposición. Sin embargo no es la única vez que me han propuesto un trabajo sobre este material. La primera fue con motivo de la clausura de la exposición “Pintar con Papel” que organizó el Círculo de Bellas Artes de Madrid en febrero-marzo de 1986. El encargo era un caramelo envenenado: se trataba de realizar un concierto exclusivamente con papel; no con instrumentos tradicionales construidos con papel, a la manera de los que se utilizan en los carnavales o en los conciertos humorísticos, sino un concierto en toda regla utilizando el papel como emisor de los sonidos. Por razones que no vienen al caso explicar –siempre relacionadas con atascos de trabajo-, y con harto dolor, no pude llevar a cabo el susodicho encargo. La patata caliente recayó en el “Taller de Música Mundana”, liderado por Llorenç Barber, quien realizó el concierto y, posteriormente, lo registró en un disco bajo el título de “Concierto para papel”. En la carpetilla de este disco de vinilo –cuya música, ya pasada a CD, ambienta sonoramente esta exposición- se puede leer. “Nos lanzamos con amoroso comedimiento a manipular ese fluido, vivo, dúctil, poroso y fugaz material. Nos bañamos en situaciones en las que los sonidos-gestos nos envuelven y los papeles nos pasan su energía. Propiciamos el conocimiento “corporal” del papel-cartón (…) Tres han sido, básicamente, los métodos de los que nos servimos para desvelar las posibles voces del papel: A) el papel como instrumento a sonar golpeando, frotando, doblando, desgarrando, perforando, soplando, estrujando, bandeando, rizando, quemando…; B) el papel como óbice o filtro para desnaturalizar o “preparar” instrumentos heredados, básicamente la voz (curiosamente con papel de fumar), pero también un piano, un contrabajo o una trompeta, o una flauta; C) el sonido del papel como material para ser, a su vez, manipulado por medios electroacústicos.”
El dúo Díaz-Tejada, este nuevo “taller de escultura mundana”, ha llevado a cabo un trabajo paralelo a ese “concierto de papel”. En vez de preocuparse del sonido -ya lo hicieron los otros-, han fijado su mirada en las posibilidades estéticas que puede proporcionar el papel tras ser sometido a metamorfosis. No les interesa el papel en forma de hojas, cuartillas, resmas y demás medidas; tampoco les importa si es celofán, periódico o galgo; y no le hacen ascos ni al papel de las bolsas, ni al higiénico. Les importa la textura ciclópea, las formas densas y apretadas, la trama almohadillada y blanquecina, resultantes de la fusión de sus estructuras vegetales tras el proceso de lavado, amasado y secado. El papel ha pasado a ser: A) un elemento arquitectónico, que soporta, extiende y ocupa el espacio; B) un gozne o pared donde aparecen huellas de canteros; C) un material manipulable por procedimientos escultóricos que nos muestra otras formas de disfrutar el espacio. En esta exposición, debemos colocar bien las preposiciones, pues no se trata, como tantas veces, de una exhibición de plástica sobre soporte de papel, sino DE papel. Este material ha pasado de ser la lámina donde la tinta dibuja maravillas, al cuerpo donde se produce el orden plástico. Nada que ver.
Con un sano criterio de restricción, nuestra pareja se ha autolimitado en esta exposición a perseguir dos únicos objetivos, a cada cual más encomiable. Por una parte el de reciclar todo el papel sobrante que consume, exclusivamente, el Instituto de Alfaro, librándolo de su engorroso final; y, por otra, el de utilizar ese reciclado para construir obras con una finalidad estética. Un doble propósito para el que han tenido que ponerse los dos de acuerdo –nada fácil, si tenemos en cuenta que suelen ser adversarios en las partidas de guiñote del “Carpe Diem”- y trabajar en equipo. Entre el productor de las piezas (Raúl) y el artista escultor (Fausto) -tanto monta-, consiguen que aquella basura contaminante y perniciosa, inevitablemente condenada al fuego, el humo, la nada, o, en el mejor de los casos, al reciclado anónimo, pueda ahora ser observada y disfrutar de una segunda vida alegre, mucho más rica que la anterior, habitando un cielo de papel -quien sabe si eterno- de cuya existencia ni siquiera el propio papel estaba informado. Nuestro tandem de artistas vence a las leyes de la termodinámica, da una vuelta de tuerca menos a la entropía, y empuja a la pasarela una serie de formas caprichosas que sin su intervención sería un montón de buruños malolientes de papel usado e inservible, ocupando contenedores a la espera del patíbulo. Ahora, tras la transformación, se exhiben altivas, enhiestas en sus podios, mirándonos por encima del hombro y susurrándonos: “¿Te has fijado en este cuerpo?”
Cuando observamos este curioso material, tan mimoso, nos damos cuenta de lo oportunas que son esas puertas macizas a otros mundos que tan insistentemente nos muestra Fausto. Porque, atravesándolas con nuestra mirada, entramos en el interior de sus volúmenes, y allí, en un viaje espectral –inevitable recordar aquella película “Viaje alucinante” en la que unos científicos reducidos al tamaño de un virus oteaban el interior del cuerpo humano- vamos descubriendo en su interior exámenes suspendidos, correcciones en rojo, notas al margen, propaganda inútil, estadillos de matrícula… e incluso restos orgánicos y cartas de amor. Esa es la literatura chusca que ocultan las piezas macizas de las obras que se exhiben. Una literatura confusa y revuelta que, tras el tratamiento de mojado y apelmazado, se convierte en clave secreta para entrar a esos mundos de papel. Allí, los restos mortuorios, ahora redivivos, se entrelazan, las fibras se cruzan, se dan la mano, y en una danza diabólica, conforman una estructura gigante que Fausto utiliza a su antojo. En ese microcosmos apelmazado, conviven los papeles de seda con los florentinos, las papelinas de colores con la estraza de olor a sardina, los barquitos con los matasuegras de carnaval. Todos juntos y revueltos en una promiscuidad prohibida para los humanos. Los restos de tinta de bolígrafo ponen los puntos sobre las “íes” de las letras impresas de las facturas, y el reverendo papel-biblia le cuca un ojo a una pintada erótica de rotulador. Ese es el hormigón que elabora Raúl y que modela en piezas diseñadas por Fausto. Más tarde se estampa la huella de un símbolo, que cruje en la profundidad de la pasta, o toca organizar el puzzle y convertir todo aquello en un Rocinante altivo y elegante o en una puerta sintoísta.
A las piezas de pasta de papel, Fausto ha añadido estructuras de madera, herrajes, bisagras, angulares y ferralla diversa que une y da una dimensión coherente al espacio. El resultado es una colección de elementos cotidianos de lo más estimulante: escaleras de caracol que no desembocan en ningún lugar, sino que juegan con el vértigo de la mirada; vallas de troncos robustos que asemejan talanqueras de fiestas; pequeñas ventanas donde asomarnos al espacio vacío; colecciones de “gongs” orientales colgados a la intemperie en armazones de madera, oscilando con el soplo del cierzo; rodajas, cruces, libros, ventanas, burbujas, tablones, tabiques… muestras de la vida cotidiana realizadas en un material nada cotidiano, una suerte de bizcocho pastoso y elegante, con sabores a apetitosa galleta de nata, de tacto crujiente, al que sólo falta un baño de chocolate para convertirse en tarta de cumpleaños o en adoquín de turrón. Esta suerte de sencillos ingenios nos hablan en un lenguaje poético sincero y directo, si andarse con circunloquios ni arabescos. Las piezas se nos muestran con cierto descaro, sin remilgos, sin retoques que edulcoren su acabado primitivo, conservando la esencia de una expresión brutal que alcanza esa materia mórbida. Realidades deformadas, espectros rutinarios, puntos de vista, rincones elegidos… una fauna de objetos que nos enseñan hasta dónde se puede llegar cuando la química y la escultura, ciencia y arte, unen sus fuerzas en una doble dirección: reciclar y ordenar. Señoras y señores, pasen y vean esta muestra de pequeños mundos que los magos Fausto y Raúl han convertido en papel. Notarán cómo, al rato, ustedes también se sentirán figuras de papel que pasean por un universo onírico de papel. Vida de papel.
© Fernando Palacios, 2008