Castejón: Álbum de fotos
Ayuntamiento de Castejón (Navarra). 2000
Ángel Larrea. Fernando Palacios. Javier Velaza
UN ÁLBUM DE FOTOS
Un álbum de fotos es una colección de miradas y poses, una reunión de minúsculas ventanas cuyas figuras, unidas por múltiples vínculos, representan una forma de convivencia. Los álbumes de fotografías antiguas y viejas se nos presentan como paradójicos juegos de espejos y tiempos: lugares, personas y objetos vestidos de otras épocas que, desde su pasado de papel, espían implacables nuestro presente, que será nuevamente observado en un sucesivo libro de fotografías que, a su vez, será el pasado de futuros presentes. Además, en los álbumes heterogéneos, como éste, dicho juego supera el estatus de paradoja para alcanzar la suprema categoría de contradicción: ¿arte o documento?, ¿historia o memoria?, ¿instante o eternidad?, ¿momento único o persistencia?, ¿pasado o presente?, ¿naturaleza muerta o viva?, ¿realidad o tergiversación?…
Pero la fotografía no sólo es un ojo quieto, un documento, un excitante medio de comunicación, sino que también emociona y mueve a reflexión. Las colecciones de fotografías ponen a prueba nuestra sensibilidad y capacidad de penetración en las miradas, paisajes y naturalezas muertas. En ellas podemos vivir las emociones de los protagonistas, pasear nuevamente por calles que el tiempo ya ha cambiado -como tantas letras de tango- y recrear los sabores y olores de antaño. Las fotos captan la acción de la vida y, con su tenue halo de emoción, internan nuestros sentidos en la conciencia, nos introducen en un túnel del tiempo de ida y vuelta, son puntos de intercambio de tiempos y espacios. La lectura de una colección de fotos nos aproxima a la historia del mundo, es el mundo visto con lupa.
La fotografía también es oficio, técnica y mecanismo. Aquí tenemos, barajados al azar, el escrupuloso ojo del profesional junto a la mirada anónima del aficionado -engullida por la propia cámara-, y la instantánea pensada y preparada junto al “click” inesperado. Los fotógrafos de este libro -muchos de ellos anónimos- observan y dan testimonio de ese universo austero, amable y, a veces, brutal, que es la vida de un pueblo. Aprovechan momentos y ambientes que les sean posteriormente rentables, intentan captar lo esencial, el instante. En ocasiones les mueve la denuncia; otras mienten con su cámara y, la mayoría de las veces, aprietan el disparador con el único objetivo de agradar a su cliente. Y, sin ellos pretenderlo, la foto acaba conteniendo más información de la que pensaron. Quién capta a quién, ¿el fotógrafo a las imágenes, o las imágenes al fotógrafo? Pregunta sin respuesta.
LAS IMÁGENES DE UNA PEQUEÑA HISTORIA
Desde el punto de vista fotográfico, Castejón tiene la misma antigüedad que la de otros pueblos y ciudades con más “solera”: más de un siglo. Esto es algo que hemos comprobado a medida que se ha ido investigando su curioso historial de imágenes y se ha acrecentado la documentación aportada por las familias del pueblo.
Para reunir esta colección se han abierto cofres, exhumado álbumes, desempolvado cajas de “colacao”… El afán que ha movido a los conciudadanos de Castejón a colaborar en este libro y en las exposiciones previas ha sido el de revivir -segunda gran paradoja de la fotografía- pasados más o menos lejanos. Aunque la colaboración ha sido ejemplar -aquí hay una selección de unos pocos cientos de un total de unos cuantos miles-, produce una cierta melancolía pensar en las fotos olvidadas que se han quedado sin ver la luz y ya no pueden figurar aquí. Y estremecen más todavía las noticias que nos llegan de baúles repletos de objetos, recuerdos y fotos antiguas que, no hace mucho tiempo, han ardido en esa pira de renovación continua y adoración al presente en que vivimos. En esas quemas se han esfumado fotos únicas que ya nadie tiene: la de los cientos de carros que venían a facturar la remolacha, cuya fila llegaba hasta el Canal; el torreón que alimentó con sus ladrillos la actual Plaza de Abastos; el ambiente del Barrio Verde, los viajes del Pontón, las apariciones del helicóptero de Pío Tejada; los haigas de los toreros que se hospedaban en el Colavidas antes de ir a las corridas de Alfaro; la bajada de los Reyes Magos en el tren procedente de Oriente con destino Castejón… Fotos singulares que complementarían las aquí expuestas y que ya sólo podemos imaginar.
Al final, el producto de tantos desvelos se materializa en este retrato de la vida de un pueblo a través de un siglo que concluye. En él desfilan gentes que ríen, posan, trabajan, rezan, cantan y beben. Hay primeros planos, retratos, fotos de familias, de amigos, grupos de trabajadores… La frontalidad y el estatismo chocan con la gran expresividad de ciertas caras y la naturalidad y dignidad de sus actitudes. Se observa a simple vista que predominan las fotos donde la gente posa, lo cual convierte el álbum en un canto reivindicativo del ¡sonría, por favor!. Aún así, nos encontramos con algunas excepciones: momentos de acción (frente a vacas, pelotas y balones), desfiles y actuaciones (donde el rito conlleva su parte de pose) y, naturalmente, los paisajes, siempre dispuestos a ser fotografiados. No hay documentos donde destaque el sufrimiento, porque en los pueblos el sufrimiento no se suele fotografiar.
Es curioso observar antiguos documentos de fotógrafos de máxima categoría (como es el caso de Laurent), con el encuadre y la luz medidos de forma meticulosa, al lado de otras milagrosas instantáneas tomadas por improvisados paseantes al heróico grito de: ¿dónde se preta? Tampoco menudean los paparazzi por sus calles: los únicos fotógrafos profesionales que constan aquí son aquellos que se ganan la vida reflejando con sus cámaras los momentos que todos quieren guardar para recordar el día de mañana. Este es, por tanto, un álbum de fotógrafos anónimos, de imágenes de un pueblo a lo largo de más de un siglo que perviven en el tiempo.
UN PUEBLO DE MUCHOS HUMOS
Érase un pueblo a una estación pegado, un lugar donde el cierzo cogía carrerilla y el Ebro alcanzaba su punto más peligroso, por ser la zona donde confluye el caudaloso Aragón. Un pueblo raro, finolis, de “muchos humos” y sin historia, para unos; distinto, cosmopolita, abierto y sin caciques, para otros. Siempre ha habido opiniones para todos los gustos, desde los que decían: !Ah, sí!, ese lugar de malos humos, donde para tanto el tren y no se ve a nadie…, hasta los que defendían su antiguo lema: Castejón, París, Londres. En fin, parece evidente que es un pueblo que nunca ha dejado a nadie indiferente. En cualquier caso, las diferencias entre los pueblos se han ido acortando en los últimos tiempos: hoy día ya a nadie asombra el trajín de vías y trenes, ese “nuevo mundo” que dejaba con la boca abierta a quienes, por los años treinta, llegaban desde los alrededores a tomar los expresos.
Exceptuando cinco o seis magníficas construcciones (la Harinera, los Toldos, la Estación, el Torreón y los puentes, ya que la casa de los Condes y la Casa Grande han sucumbido a la indiferencia), se puede afirmar -sin llegar a la ofensa- que este pueblo no puede presumir demasiado de belleza arquitectónica, ni de joyas espectaculares del arte. Nos han hablado de unos jóvenes madrileños que, perdidos en su cuadrícula, pedían auxilio por teléfono en estos términos: Estamos en una especie de poblado del Oeste, donde el viento juega con las cañas y arrastra brozas por las calles… ¿es esto Castejón?.
Ahora bien, al ser un punto de encuentro, un cruce de caminos, ha aglutinado a familias aterrizadas desde todos los puntos de la geografía española, a trabajadores del ferrocarril y de la construcción que arriban para un trabajo esporádico y después se quedan, a personajes independientes e insólitos que buscan facilidad de movimientos, libertad y cosmopolitismo. El revoltijo de toda esta coctelera, el cruce de culturas, es lo que le da desde sus inicios a este pueblo un punto especial de independencia y puertas abiertas… y en eso tiene un lejano parentesco con los puertos de mar, con los asentamientos improvisados de los adelantados. Por eso no ha de extrañarnos la cantidad de personajes increíbles que por aquí han pasado, ni la muy curiosa colección de iniciativas empresariales a reducida escala y pequeños negocios -más bien poco habituales- que se han montado y desmontado a lo largo de los años: juguetes de madera, muñecos de peluche, tijeras, lejías, refrescos, barquillos, hielo, helados, perdigones, harina, creosotados, toldos, tejería, alpargatas, alabastros… Todo un variado microcosmos, un mundo variopinto y autosuficiente en miniatura.
CONCURRENCIA DE FAMILIAS Y PERSONAJES
De las primeras familias que recalaron en Castejón no hay muchos documentos gráficos. Ahora bien, los pocos que hay son muy buenos. En el primero de ellos aparecen tres familias reunidas en un solo disparo (González, Romanos y Belloso) (*): sobriedad, caras serias -todavía no se llevaba sonreír en la foto-, el mejor traje y vestido del armario, predominio del negro y el blanco, boinas de distinta procedencia, garbosa y aérea formación de arco, escuetos ladrillos de fondo… imagen perfecta de los azarosos años veinte y de la inestabilidad del lugar al que han llegado. El segundo, la familia Mesa casi al completo (*) -todavía llegarían más tarde unos gemelos- en precisa formación de escalera y alineados con el castrense “mano al hombro”.
Los retratos que siguen son un escaparate de miradas: el temor de los niños ante esa caja con patas en la que mete la cabeza un señor contrasta con la seguridad de ese abuelo con aspecto de lobo de mar (*); los del alguacil y sus amigos, que intentan contener la alegría de un momento irrepetible (*); los diez ojos de esos niños, tan requetelimpios, que miran más a las indicaciones de sus padres que a las del fotógrafo (*); de los tres retratos de cuerpo entero, la autosuficiencia del soldado, la interrogativa de la joven y la nobleza de los que se entreven en la caseta del guardia (*); y la serenidad y sinceridad que se aprecia en las miradas de las familias que posan tranquilas sobre el pretencioso fondo del estudio fotográfico (*).
A lo largo de su siglo de historia, Castejón puede presumir de haber sido centro, no sólo de trabajadores del ferrocarril, llegados desde todos los puntos de España -algunos jefes de estación de cultura extraordinaria-, y de perseverantes currantes del campo y del sector servicios, sino también de haber acogido con naturalidad a cualquier viajero que se detuviera a echar una ojeada. Todos son bienvenidos, igual da origen que beneficio; Castejón cobija tanto a crupieres y vagabundos como a guardia civiles, a estafadores e inventores como a curas y monjas, a maletillas y prostitutas como a artistas… En este micromundo que comentamos tampoco podían faltar quienes, con el desparpajo que les da el haber pasado por lugares parecidos a este, parasitan en la cartera del común trabajador y viven a su costa. En la memoria de nuestros mayores -ya que no llegaron a ser recogidas por el magnetoscopio de una cámara- están grabadas escenas que parecen salidas de alguna película del neorrealismo italiano: la llegada, a primeros de mes, con una lentitud cercana al caracol, del tren Mixto con el dinero para pagar a los trabajadores del ferrocarril y con un vagón muy especial, enganchado al final, de alegres chicas; las timbas en los cafés del otro lado de las vías, con jugadores de cartas profesionales que llegaban y se iban de forma fantasmal en los humeantes expresos nocturnos, dejando una envidiada estela de gansters americanos; o la tumultuosa acumulación de viajeros en el Restaurante de la Estación a las horas punta de la noche, solicitando sus famosas tortillas francesas.
Al igual que el madrileño, el castejonero no necesita haber nacido en el pueblo para sentirse de él. Posiblemente ninguna de las personas inolvidables de las que hablaremos nació en Castejón y, sin embargo, no podemos imaginar que haya alguien que se identifique más con este pueblo que ellas. Es gente autónoma, con personalidad acusada y, sobre todo, con mucha chispa. De entre unos y otros destacan todos aquellos “figuras” que han dado identidad al lugar, gentes irrepetibles que han convertido la vida de un pueblo en un planeta autosuficiente donde, cual si fuera un espejismo, todo parece estar en su sitio, nada se echa en falta. Extralimitándonos un poco podríamos pensar que el colectivo de un pueblo de estas curiosas características tiende a sentir una misteriosa pena por el resto de los mortales que no tiene el privilegio de vivir allí.
De la época del cambalache -otra vez sale a relucir el tango-, es decir, alrededor de la guerra civil, merece la pena recordar a varios personajes. Como El Timota, que pregonaba por las esquinas noticias de esta catadura: en casa el Marri ha parido la hija un ternero y la vaca ha dao a luz un chiquillo; o El Calonge, medio barbero, medio químico que, con ceniza blanca de la leña, hacía un potingue para combatir el piojuelo de las gallinas, la sarna, el estreñimiento y otras muchas enfermedades; el Tío Lisio (¿Civiltávecchia?) que, con aspecto de Quijote sobre su caballería, se llegó a beber una botella de coñac de un trago; el Tío Melitón, practicante sin titulación, que curaba todo con la crema del mismo bote; el Americano, con su bar (*), sus bigotes, su jardín, su residencia y “muchas otras cosas más”.
De la siguiente hornada no pueden faltar: José, el Ciego, que se tropezaba por todas las esquinas con su aspecto de profeta de otros tiempos; el Risriás, desfilando por la carretera y anunciando el menú del día; la Ramona, gitana anciana que, acompañada de su nietecilla y de un pertinaz reduma, vivía en una chabola pegada al campo de fútbol, a la que acudían los Reyes Magos con lágrimas en los ojos a entregarle unos regalos. Dejamos en una apartado especial a los dos más venerados por toda la población: el Benitín (*), una fuerza de la naturaleza, una revelación cósmica, la viva imagen de la eternidad, un polifacético e inteligente personaje (zapatero, chamarilero, negociante, filósofo, pesador de la báscula, viajero en bicicleta) del que se podrían -y deberían- escribir varios libros; y el incomparable Posible (*), gran maestro callejero de baile, inventor de todo un estilo de vida, adelantado en la práctica del hedonismo contemporáneo, concienzudo bebedor de vino y catedrático en las artes del buen comportamiento para varias generaciones.
Y en este cuento de nunca acabar, debemos destacar en los últimos tiempos a El Amalio (*), el ciego con más habilidad para jugar al mus que se ha llegado a conocer por estas tierras; El Botas, cuya barbería derrochaba un ambiente que haría palidecer a la de El Barberillo de Lavapiés; Los Manchegos, perpetuos buscadores del motor autopropulsado; El Sebastián, que pagaba durante las fiestas con bonos especiales, que no eran sino recortes de su sombrero; El Limpia, al que hemos visto lustrar zapatos a escupitajo limpio; y tantos otros: El Narciso y su eterna sonrisa, El Catolo y su barca, El Casiano y sus inventos, El Alegría… Un cosmos construido a base de escenas de películas como El maquinista de la general, La leyenda de la ciudad sin nombre o La última película.
SOMOS LO QUE COMEMOS (Y BEBEMOS)
Según cuentan, fueron famosos en Castejón sus carnavales de antes de la guerra. Lugares donde hacer la fiesta, desde luego, no faltaban: la “Sociedad Instructivo-Recreativa La Palmira”, un ejemplo inaudito de iniciativa comunitaria en el año 16 (les recomiendo que lean el estudio de Enrique Morancho en el programa de fiestas del año 96), cuyos carnavales eran sonados -cuentan que la apoteosis se vivió una noche en que invitaron al baile a una novilla disfrazada-; el Teatro del Cans, donde trabajaba toda la familia que le daba nombre, antes de que se transformara en “Rosales” y se dedicara a poner en práctica la letra de otro tango: A media luz; y el Teatro Arturo Serrano, del que todavía se conservan las ruinas del incendio producido allá por el año 48 (algunos aseguran que la catástrofe sobrevino a causa de la proyección de la infame película La Lola se va a Los Puertos). De aquellos carnavales se mantienen en perfecto estado de salud algunas fotos multitudinarias con un sinfín de cabecillas, ideal para jugar a ¿Dónde está Wally? (*).
Castejón, pueblo de gran tradición republicana y sin ermita para hacer romerías, marca el 1 de mayo con el señuelo de Día de las Merendolas (*): calderillos de conejo (con posibilidad de ser sustituido por madrillas y cangrejos si se daba bien la pesca de la mañana), chuletillas al sarmiento, ensaladas del huerto y brazos de gitano (con perdón), rematados por un café de puchero, ampliado la mayoría de las veces a completo (cortado, copa de cadenas y farias al morro). ¡Qué buen día para hacerse una foto!
En este caso sí que un par de imágenes valen más que cualquier comentario: los dos grupos de chicas que posan con gran espontaneidad mejor que las profesionales-, exultantes de diversión (*), en la hierba del Soto y en la Casa de los Condes, son perfectos ejemplos de fotografías bien hechas, perfectamente encuadradas, con una luz inmejorable de la tarde y un movimiento ondulado general que les confiere una fuerte carga poética y no menos sentimental. La textura de los vestidos, la dirección de las caras, la tensión y disposición de los brazos y la naturaleza que las envuelve en perfecta armonía son detalles que las convierten en pequeñas obras maestras de la fotografía sin pretensiones.
Ya que estamos con la pitanza, y antes de llegar al punto culminante de las Fiestas, demos un breve recorrido por otros dulces momentos: el carrico del helado (*), aparcado en la esquina de siempre -la del Madriles-, al que han acudido dos niños al reclamo del pregón: hay helao, hay polo rico polo; y el carrillo de chucherías de la risueña Señora Vicenta (*), en la esquina de al lado -la del Estanco-, rodeado de auténticos expertos en sidrales, pan de higos, chufas, pipas con sal, gominolas y otras delicias por el estilo -interesante ver en un extremo, rebuscando calderilla, a La Estañadora, mientras en el otro unos jóvenes platican vestidos de riguroso traje de los domingos.
A lo largo del año hay ciertas fechas que rompen la monotonía diaria del pueblo y desatan su euforia. Tres fotos nos muestran otras tantas celebraciones al aire libre: el día de San Cristóbal -patrón de los conductores-, con su procesión de camionetas y coches engalanados (*); la “javierada”, gran romería deportiva iniciático-religiosa al castillo de Javier (*); y una jornada de caza de tordos en el Soto, bajo la custodia de la guardia civil (*).
Dejamos la calle y nos metemos en los bares. Allí es donde se vive gran parte de la movida del pueblo. En su condición de lugares en los que concurre de manera continuada la gente, se convierten en los sitios ideales para hacer una evaluación del pensamiento y la vida de un pueblo. Son los recintos elegidos para pasarse con la bebida, y arrepentirse horas después. De este arrepentimiento viene aquella petición quejumbrosa en el Bar Arellano en la mañana de la resaca: Miguel, estoy jodido; ocho vasos de agua con sidral para seguir viviendo. De la multitud de fotos de bares hemos espigado estas tres: la batería de pinchos, gabardinas y vermuts del Galdámez (*); la barra de la taberna El Burrero, donde una de botella de vino a granel es escoltada por unos cuantos parroquianos(*); y el movimiento y la alegría recogidos en una extraordinaria e irrepetible foto del bar del Frontón (*).
FIESTAS
Llegamos a las fiestas. En términos generales, las Fiestas Patronales de Castejón no tienen ninguna característica especial que las diferencie de las de otros pueblos de alrededor, si no es la fortuita de ser las primeras del verano, por lo que se toman con singular entusiasmo. Con algunas variantes, las actividades fundamentales de las fiestas permanecen inalterables a lo largo de los tiempos, a saber: diana -¡maldita diana!-, Salve y procesión (*), plaza y encierros -siempre mucho encierro-(*), alegría de las peñas, zurracapote, caballitos, vacas -siempre mucha vaca-vaca-, disfraces (*), charanga, charlotada (*), meriendas (*), cenas, recenas, carrera ciclista ya no- (*), vermut con orquesta, café con orquesta, baile por la tarde, animadora (*), baile por la noche, fuegos, toro de fuego, bares -siempre muchos bares-…
Y, entre medias, mientras paseamos por la carretera, o salimos de un bar, un señor que nos aborda, armado con una cámara vieja y un flash pegado con esparadrapo que, fingiendo una sonrisa, nos dice aquello de… ¿Qué, una foto…? Pues bien, gracias a esos profesionales que nos hacían posar casi siempre a la fuerza, nos pedían una sonrisa, nos cobraban por adelantado y nos mandaban la foto por correo, existen libros como éste, gracias a ellos podemos asistir ahora a este muestrario en blanco y negro, que, por cierto, es una mínima parte del inacabable y monótono repertorio fotográfico festivo que hemos barajado (hay que tener en cuenta que la mitad de las fotos de ciclo anual de un pueblo son de fiestas, que es cuando hay fotógrafo seguro por la calle). Abundan las fotografías de peñas, con sus camisolas y pancartas, en actitudes de manifiesta alegría: La Peña Taurina, El Bureo, La Bota, Los Nocturnos (*), La Farra (*), Dena Ona y La Única (*), El Disloque, El Rumbo (*), La Palanca (*), Las Cometas, La Chispa (*), etc., etc. No faltan tampoco instantáneas de encierros (*), de vacas en inferioridad de condiciones (*), de calderillos rodeados de expertos catadores (*), de grupos posando ante un telón naïf donde hay pintado un palacio oriental (*) -¡qué cuellos de camisa!, ¡qué blancura de alpargatas!- Pero, sobre todo, de las que más hay es de grupos de amigos que aprovechan el desenfreno generalizado de la fiesta para llamar al fotógrafo ambulante y hacerse una foto desinhibida, con algo de atrezzo (sombrero, pañuelo, bota, trompetilla, piruleta, manzana de caramelo…) y sonrisa panorámica (*).
De entre el esquema inalterable de fiestas, destacamos una experiencia puntual y estelar que aconteció en el año 58: fue la demostración coreográfica que hizo la Peña La Farra (*) en aquella improvisada plaza cuadrada de maderos, carros, toldos y burladeros pintados por las cuadrillas, cuyo ambiente no se ha superado jamás (*).
BANDAS, COROS, GUITARRAS
En Castejón la música ha tenido una vida azarosa y muy desigual. Las cotas más altas de reconocimiento popular las alcanzó entre los años ¿66 y 75? la heroica Coral Virgen del Amparo -¿se han fijado que en este pueblo lo que no es de la Virgen del Amparo es de San Francisco Javier?-, una modesta agrupación iniciada por el cura Don Félix (*) y continuada por José Manuel (*) -vástago de los Jiménez, única familia de músicos del pueblo y componentes de la Orquesta de Baile del Frontón- que se merendó repetidas veces el Festival de Habaneras de Torrevieja con su estilo fresco y joven y con un repertorio al que podríamos denominar “polifónico-pop”. Antes de la aparición de este “boom”, habíamos visto languidecer varias agrupaciones corales; una antigua Banda Municipal de Música que, por el año 35, agrupaba a niños de diez a dieciséis años bajo la dirección de D. Quintín Caballero; otra posterior de gran tamaño; y algunos grupos de música callejera. Más tarde vieron la luz más experiencias que no han tenido continuidad, como el grupo de pop Los Gambux (*), la rondalla de chavales organizada por Don Ángel, el cura, -de la que no tenemos ningún documento fotográfico- y el Grupo de Jotas ¿¿¿??? (*), bajo la dirección de Maribel ¿¿¿??? -también de familia de grandes joteros: tanto ella como su primo José Luis han alcanzado varios importantes premios en la especialidad.
La figura musical más destacada que ha pasado por Castejón durante estos años ha sido, seguramente, Victor Alfaro, un ¿factor de Renfe? enamorado del pueblo, con conocimientos e inquietudes musicales, autor de algún que otro pasodoble taurino -su pasodoble Fermín Murillo se sigue escuchando en la Semana Grande de Bilbao-, fundador de orquestinas deliciosas (*) -atención a la instantánea extraordinaria que recoge la Agrupación Musical de Castejón, liderada por el Sr. Alfaro, que empuña como un auténtico profesional el violín, rodeado por los hermanos Jorge y el “Tío Patillas” a los vientos, un guapo guitarrista y dos infatigables escanciadores de licor- e incansable animador musical: de sus desvelos nació el grupo Guitarras Castejón (*), que dejó una estela de afición a la guitarra y algún que otro profesional.
© Fernando Palacios
Madrid, otoño del 99