30 Ago

Pianocócteles

Nueve piezas breves para piano en dos cuadernos y un epílogo  (1994)

Estrenada en el Auditorio del Museo Reina Sofía
Francisco Luis Santiago (piano)

Dedicada a Francisco Luis Santiago, gran pianista, entusiasta de la música del siglo veinte, buen amigo, experto en coctelería y promotor de su composición y estreno.

El primer cuaderno de esta obra fue compuesto entre los días 19 y 25 de agosto de 1994, en Denia (Alicante). El segundo cuaderno y el epílogo entre el 26 de diciembre de 1997 y el 6 de enero de 1998, en Castejón (Navarra) y en Madrid.

Primer Cuaderno:

  • Dry Martini
  • Gin Tonic
  • Daiquiri
  • Mojito

Segundo Cuaderno:

  • Porto Flip
  • Lady Love
  • Manhattan
  • Whisky Sour

Epílogo:

  • Brons

Quien haya leído “La espuma de los días” de Boris Vian, sabrá de la existencia de una insólita máquina que, bajo la denominación de pianocóctel (también traducida como pianóctel), es capaz de sonar como un piano y elaborar a la vez exquisitos cócteles. Su funcionamiento es descrito de esta manera en la novela: “A cada nota hago corresponder un alcohol, un licor o bien un aroma. El pedal corresponde al huevo batido y la sordina al hielo. Para el agua de Seltz hace falta un trino en el registro agudo. Las cantidades están en proporción directa a la duración”. En efecto, después de tocar una pieza musical se produce el fenómeno: “una parte del panel delantero se abatió con un golpe seco y apareció una fila de vasos. Dos de ellos estaban llenos hasta el borde de una apetitosa mezcolanza”. Según comenta Vian, el cóctel producido por la máquina después de tocar un blues tiene un evidente sabor a blues; aún más, el famoso tema Misty Morning “da un cóctel gris perla y verde menta con un gusto de pimienta y ahumado”, es decir, los mismos componentes musicales de la canción.

Si bien en la novela los cócteles son el fruto bebible de la interpretación de piezas musicales en el teclado del invento, en estos Pianocócteles los sonidos son la consecuencia de la meditación, análisis e ingestión de nueve cócteles clásicos, la contestación particular de un compositor a estas dos preguntas: ¿qué relaciones podrían establecerse entre el arte de la coctelería y el musical?, ¿qué piezas musicales debieran tocarse en un pianocóctel para que produjeran combinados tradicionales?.

Algo de luz clarificadora se encuentra en el sustancioso libro “365+1 Cócteles. Ars Combinatoria”. En su prólogo, Carlos Delgado reivindica para el cóctel la parcela de arte del gusto que le corresponde: “La combinación de unos pocos elementos básicos según proporciones exactas y precisas, reducibles o expresables en fórmulas matemáticas, es la base de todo lo que existe, o al menos, es el camino de su conocimiento. […] Cuando hacemos un cóctel, estamos realizando un acto en todo similar al que efectúan nuestros pintores, músicos, o literatos. Como ellos, combinamos un número limitado -más o menos amplio- de elementos, bebidas en nuestro caso, y lo hacemos con el claro objetivo de crear un producto distinto, resultado de la interacción de esos mismos elementos que por sí solos no son nada, o lo son muy poco, y en cualquier caso de otra manera. Para ello, no basta la mezcla desordenada, al azar. Es necesario ajustarse, aun sin saberlo, a unas estrictas leyes que permitan la correcta mezcla de elementos dispersos; leyes que si no se acatan tomarán venganza con la fría crueldad del caos”.

Otra luz, más emocional, la arroja Fernando G. Campoamor en su pequeño pero sustancioso cuadernillo “Coctelería Cubana. 100 recetas con Ron”: “Este mundo de los luminosos alcoholes es muy temperamental, muy diverso y muy complicado psicológicamente […] Un cóctel es un estimulante de la cordialidad humana […] Es una variante de la educación, y hasta de la cultura”.

¿No es cierto que estas declaraciones de principios se aproximan mucho a definiciones del arte musical? Al compositor así se lo parece, de hecho ha partido de estos principios para la confección de los Pianocócteles que les invita a degustar.

Están agrupados por parejas -más el añadido de una pieza extra- y distribuidos en dos cuadernos, compuestos con tres años de diferencia. El primer cuaderno fue estrenado por Francisco Luis Santiago en Salamanca en enero de 1995. La obra completa se estrena en el concierto de hoy.

La primera pareja de Pianocócteles tiene como base la noble y respetuosa ginebra: son escuetos, clásicos y con un cierto distanciamiento de fría elegancia. La transparencia enigmática se degusta en el Dry Martini a tragos cortos, frescos y suaves. Los largos silencios, destilados por los aromas ligeros del Martini seco asociados al bálsamo de la corteza de limón, suplantan cualquier posible desarrollo (algunos de los mejores que se recuerdan los elaboran en Chicote y en Casa Pueblo, dos grandes bares de Madrid). El Gin Tonic es una difuminación y extensión de los sabores anteriores bajo la intervención de la tónica: mantiene el hipnotismo de la pieza anterior, de la que deriva, pero ya se encuentra en un estado más desarrollado, con más “ambiente” y sobresaltos (es de reseñar el detalle de alquimista con que  prepara Dachari este cóctel en el Pub Bambinos, de Castejón de Navarra).

Como no podría ser menos, la pareja siguiente toma como base el ron cubano que, con el añadido de limón y azúcar, nos trae recuerdos del corsario Drake, del son de Santiago de Cuba, del danzón clásico, del gran bebedor Hemingway… El Daiquiri -o Daiquirí, como lo llaman en el lugar donde obtuvo su pasaporte internacional, El Floridita de La Habana: tomarlo allí adquiere carácter de revelación- muestra su alta cuna de finos ritmos  de etiqueta, junto al misticismo primitivo y ácido de los limones del Caribe. Por su parte, los aromas de hierbabuena -que siempre saca la pena, como dice el cantar-, y la gracia de las burbujas de la soda del popular y refrescante Mojito, producen recitativos, acumulaciones, boleros y danzones que explotan en un final de carácter repetitivo: ¡es que es muy difícil tomarse uno solo!, dice quien lo prueba (ninguno mejor que los que se preparan en casa de Jose y Elsa en los Carnavales de Las Palmas)

El segundo cuaderno se inicia con dos amorosos y energéticos Pianocócteles que tienen como base el vino de Oporto, o lo que es lo mismo, el fado sentimental. El Porto Flip tiene un punto que recuerda a los ponches que nos chutaban nuestras madres para combatir el catarro: la yema de huevo, el azúcar, la canela molida, la nuez moscada… un combinado de tonos largos y espaciados que envuelven maternalmente a diseños melódicos interrumpidos y armónicos fortuitos. Lady Love es una dulce canción (crema de menta blanca, guindas al marrasquino, jarabe de frambuesa) de oscuros y perseverantes ecos (coñac, curaçao). El molto adagio e rubato de esta pieza tiene mucho que ver con el mano a mano nocturno que mantiene con el oporto el que suscribe con su particular “Lady Love”.

El último par de esta obra lo forman dos piezas estimulantes que tienen al bourbon como ingrediente básico: la consistencia y el carácter de este whisky marca por completo la matemática y desarrollo armónico de estos dos Pianocócteles. El Manhattan -uno de los diez fundamentales de la técnica coctelera- es lleno, denso y grave, con grandes resonancias y largos espacios para degustar sus tres estructurados sabores: contundentes y añejos del bourbon, cálidos y mediterráneos del Martini, y amargos y dramáticos de la angostura. Siempre se percibe como un combinado solitario e introspectivo, de gran vida interior, poco dado a la cháchara y al mundanal ruido (la misteriosa copa oscura que aparece como ilustración en el libro “La Magia de los Cócteles”, de Gotarda -”The King”, como era conocido-, habla mejor que nadie de su profunda esencia). Sin embargo, el Whisky Sour es todo frivolidad, innecesariamente contundente, ácido y nervioso, excitante y agresivo. La primera vez que se toma suele golpear fuertemente con su puño de limón, la segunda (si es en el Gimlet, de Barcelona, mejor) causa efectos contradictorios: amor-odio, deseorenuncia… El pianista que la estudia también entra en el torbellino de atracción-repulsión: la seducción de su ritmo desaforado lucha a muerte con una ejecución que roza lo imposible. Es terrible que sea así, pero el combinado se lo merece.

La serie concluye con una brevísima y contemplativa pieza, más propina que epílogo: el Brons -con esa “s” que le colocó Chicote en su libro “La Ley Mojada”- de ginebra, jugo de naranja y vermut con que homenajea el dedicatario de esta obra a sus invitados cuando suenan las campanadas de la cita. Su ingestión ha activado en el compositor y redactor de estas líneas resortes ocultos, fruto de los cuales es esta modesta contribución al “Ars Combinatoria” de la coctelería musical.

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